El 1 de Mayo de este año fue nuestro segundo aniversario en tierras canadienses.
El 30 de abril de 2004, mitad extasiados y mitad llorosos, abrazamos a toda nuestra familia y amigos que estaban despidiéndonos en Ezeiza y nos subimos en un avión de Air Canadá rumbo a lo semi desconocido. No puedo decir que era totalmente desconocido, porque Sebas ya había estado en Canadá, y los dos habíamos viajado bastante por el mundo, así que sabíamos que las fronteras de la humanidad no se terminaban allí donde las tortugas gigantes sostienen el mundo, donde termina la General Paz.
Llegamos al aeropuerto Pierre Trudeau cargados de gigantescos bolsos con rueditas (y si fuera cursi agregaría “cargados de sueños” pero este blog se opone férreamente a los clichés cursis) y no conseguíamos taxi que se prestara a llevarnos con nuestros monumentales bártulos. Tuvimos que tomar 2 taxis, y ahí aprendimos nuestra primera lección: los taxistas son taxistas, independientemente de su nacionalidad y del lugar en el mundo donde se encuentren.
Pasamos los primeros días haciendo trámites, tratando de entender de qué se trataba ese pseudolenguaje llamado “québecois”, preguntándonos si la decisión que habíamos tomado era la correcta, recorriendo la ciudad, etc.
Las primeras semanas comíamos básicamente lo que los mozos querían servirnos. No había forma de que entendiéramos que nos estaban preguntando si queríamos pan blanco o pan negro: la respuesta que obtenían de nuestras bocas era siempre la misma “oui”. Entonces decidían ellos qué pan era mejor para nosotros, y nosotros aceptábamos lo que nos daban, jurando por lo bajo “Algún día voy a lograr pedir el sándwich que realmente quiero, EXACTAMENTE como lo quiero” (sobre todo en subway).
Tratábamos de no hablar en ingles –hecho que hubiera simplificado todas las interacciones - pero queríamos adaptarnos, empaparnos de quebecois al precio que fuere (el precio de una comida, generalmente).
Cuenta la leyenda que Sebas fue todo contento a un Tim Hortons a pedir un ragôut de boeuf, y en vez del ragout le sirvieron un suculento sándwich de huevo (oeuf).
Es verdad que si uno es inmigrante y le “va bien”, va a hablar de las bondades de la inmigración (Canadá: tierra de oportunidades, la gente es linda, la ciudad es limpia, hay trabajo, el verano es maravilloso, la nieve no esta tan mal, el dólar esta fuerte, hay estabilidad, seguridad, mis hijos crecen sin miedos, etc.), y si uno es inmigrante y le “va mal”, va a hablar pestes de la inmigración (“La mentira de Québec”, no hay trabajo, son todos ignorantes, feos sucios y malos, los doctores son carniceros –cuando te atienden-, el clima es una cagada, las casas son construidas con papel, el francés que hablan no es un idioma, pagas muchos impuestos, etc.) .
Yo me considero parte del primer grupo –positiva pero no ciega- y puedo afirmar que la experiencia de inmigrar ha sido una de las más satisfactorias de mi vida. Crecí, envejecí, rejuvenecí, reflexioné, conocí gente de todas partes del mundo, y sobretodo, soy feliz. Inmensamente feliz.
Y saben que? Creo que seria inmensamente feliz en cualquier parte del mundo, porque el lugar es solo una excusa, un setting que ayuda pero no determina.
Con motivo de este segundo aniversario, entonces, levanto mi taza de mate cocido con leche y brindo por Argentina, por Canadá, por el bilingüismo, por mi, por ustedes y –sobre todo (y aquí nos permitimos una pequeña dosis de cursilismo) por Sebas, porque sin él muchas cosas no tendrian sentido. (Leyeron bien? Porque no lo pienso repetir, y si me preguntan, lo negaré... )
Felices 2.
Mel Aniversaria.